El Enterrador

La explosión cogió desprevenido al sargento Megax pero los fragmentos de escombros y metralla que rebotaron contra la superficie púrpura de su servoarmadura apenas le hicieron reaccionar. Su atención estaba fija en su objetivo y una nimiedad como aquella no lograría distraerle.

La Espiral de las Almas Ascendentes se erguía en el centro de un inmenso campo abierto que dominaba toda aquella parte de la ciudad, por lo que aquel que controlara la una también controlaría la otra. Más allá de su valor estratégico, la gigantesca torre gris tenía un profundo significado espiritual para las gentes de Daivir V, pues el campo en el que se había erigido era un cementerio milenario donde descansaban los daivirianos que acompañaron a Solar Macharius en su cruzada toda una era atrás. Rodeada por una enorme galería que ascendía en caracol hasta su cúspide a más de cien metros de altura, la Espiral de las Almas Ascendentes era escenario de un desfile militar anual en honor al Emperador y a Macharius, por desgracia también era una excelente posición elevada en la que apostar artillería pesada y los marines del Caos de la Legión Hidra se habían asegurado su dominio.

Desde una de las curvas de la galería espiral, los cañones automáticos del Caos arrojaron una pulsante lluvia de proyectiles que obligó a Megax a cubrirse tras una de las lápidas de rococemento. Gracias al Emperador, aquel cementerio había sido diseñado para perdurar por tanto tiempo como Su luz brillara sobre aquel mundo. Pero en aquellos tiempos la luz del Emperador se había apagado y sólo quedaba oscuridad. Agazapado tras aquel pequeño monumento a algún héroe pasado cuyo nombre no tenía tiempo de leer, el sargento activó su comunicador.

– ¡Aquí sargento Megax! ¡El Caos controla totalmente la torre! ¡Múltiples armas pesadas a lo largo de toda la rampa espiral!

– Aguantad, Megax -respondió indolente la voz de su capitán-. La fuerza Cóndor está en camino. Cuando ellos ataquen la torre iniciad el asalto terrestre.

Tras los visores de su casco, los ojos de Megax se abrieron de par en par cuando logró reconocer la oscura silueta que se recortaba contra el cielo sin estrellas, en lo alto de la torre.

– ¡Negativo, señor! -respondió- ¡Ataque aéreo inviable! ¡Repito: ataque aéreo invi…

EnterradorUn proyectil impactó justo al otro lado de la lápida, pulverizándola en una poderosa explosión. De no haber estado allí, Mégax habría sido quien saltara en pedazos pero, aunque aquel soldado caído le había protegido una última vez, salió despedido hacia atrás dando tumbos. Incluso su instinto y su físico de marine espacial quedaron aturdidos el tiempo necesario para que le acribillaran mientras yacía en el suelo humeante si su unidad no hubiera corrido a arrastrarle tras otra de las lápidas. Las interminables hileras de tumbas proporcionaban muchos puntos de cobertura, pero toda protección era escasa bajo la sombra que coronaba la Espiral de las Almas.

Desde lo alto de aquella meseta gótica, el último Caballero de la Casa Pelagias hacía honor al nefasto trato por el cual había vendido su alma y el mundo que los suyos juraron proteger desde la fundación de la primera colonia humana. En la oscuridad de los días siguientes a la Gran Fisura, muchos planetas quedaron atrapados en oleadas de disformidad que sembraron su superficie de hordas de demonios. La locura, las enfermedades, el miedo y el salvajismo se contagiaron como por castigo divino y las criaturas más inenarrables se cobraron un sangriento tributo que nunca parecía quedar satisfecho. Nadie sabía lo que había ocurrido en Daivir V, sólo que un Caballero con los colores del alto rey de la Casa Pelagias luchaba junto a las fuerzas del Caos. No se había encontrado rastro del resto de Caballeros.

– ¡Haced venir el Rhino! -Megax apenas oía la voz de uno de sus hermanos a través del intenso zumbido que le envolvía los oídos- ¡Hay que sacar al sargento de aquí!

Con un bramido mecánico, el transporte de tropas púrpura con el emblema alado de los Señores Halcón aceleró siguiendo una calle entre dos hileras de lápidas. Enseguida el martilleo del cañón de batalla de disparo rápido del Caballero empezó a oírse como truenos en la distancia, pero que caían con furia explosiva contra el blindaje del tanque. La unidad táctica de Megax se apresuró a embarcar y el conductor dio marcha atrás mientras accionaba los descargadores de humo para cubrir la retirada.

Entre el denso mar de guardias imperiales traidores y adoradores del Caos que rodeaba la torre se propagaron los gritos de euforia. Los esclavos del Emperador huían despavoridos de las armas de la Legión Hidra y su poderoso aliado. En la plataforma superior de la Espiral de las Almas, el gigante permanecía silencioso, contemplando cómo los marines espaciales replegaban su escasa avanzadilla fuera de su alcance. Allí no había modo de sorprenderles, dominaban todo en kilómetros a la redonda, la ciudad se había construido como una capa alrededor del cementerio y cualquier movimiento que no lo cruzara llevaría días. Mientras la torre fuera suya, era amo y señor de todo cuanto le rodeaba.

A su alrededor, los aniquiladores del Caos alzaban sus armas decoradas con cabezas de hidra para unirse al griterío que llegaba desde abajo, pero su júbilo duró poco cuando los relámpagos empezaron a caer del mismo cielo. Centellas de un azul cegador atravesaban a los traidores acorazados de arriba abajo, derribándolos con humeantes agujeros fundidos en sus armaduras. Al alzar la vista, el Renegado vio a varias escuadras de marines púrpura que descendían desde el negro cielo con alas de fuego.

– ¡Maldita sea, el Caballero Renegado está ahí! -informó el teniente Sergon a sus tropas mientras su retrorreactor le mantenía a velocidad de descenso.

– Megax intentó avisarnos -respondió uno de sus hombres-. Ya no podemos abortar, sugiero rasante-delta.

– Excelente -confirmó el teniente-. Cóndor IV, limpiad la cúspide. Cóndor II y III en picado contra la galería.

– Afirmativo -respondían los sargentos a cada orden.

EnterradorRasante-delta, código de los Señores Halcón para «eliminar el apoyo», se utilizaba para suprimir la escolta de un objetivo demasiado poderoso para hacerle frente directamente. Mientras las voluminosas figuras de los Inceptors seguían descargando sus armas de plasma sobre la cima de la torre, dos escuadras de marines de asalto se dejaron caer como si esperaran estrellarse contra la rampa espiral que la rodeaba. Sólo en el último momento reactivaban su propulsores, enviando una deflagración que los detenía para caer en pie con sus pistolas bólter y sus espadas sierra preparadas.

– ¡Han iniciado el ataque, maldita sea! -masculló el sargento Megax en la distancia casi al mismo tiempo que se deshacía del hermano apotecario para volver a subirse al transporte Rhino-. ¡A todas las unidades, asalto total! ¡Repito: asalto total! ¡Ganemos todo el terreno que podamos mientras los mantienen ocupados!

La columna de blindados purpúreos avanzó a toda velocidad por el lúgubre espacio abierto del cementerio. A pesar de la oscuridad, la penumbra era más que suficiente para localizarlos, pero en aquel momento los aniquiladores de la Legión Hidra se habían visto obligados a abandonar sus pesadas armas para defenderse del ataque de los Señores Halcón. Las espadas sierra mordían en antebrazos blindados mientras buscaban el cuello de los traidores y pistolas de plasma restallaban a quemarropa, haciendo caer a los marines del Caos desde sus posiciones a la curva inferior de la Espiral. Una encolerizada multitud de cultistas ya había empezado a ascender por la torre en defensa de sus adorados mientras que, en la cúspide, la situación había tenido un desenlace fulgurante.

Los Inceptors Primaris de la unidad Cóndor IV se habían deshecho rápidamente de los marines del Caos que rodeaban como hormigas a la mole del Renegado. Tras sobrecargar sus exterminadores de plasma, habían pasado a abrir fuego directamente contra él en un intento de inutilizarle, pero su escudo de iones rechazó gran parte del ataque mientras que sus cañones automáticos Ícaro respondían con una andanada tras otra de proyectiles trazadores. Mégax pudo ver desde la escotilla superior de su Rhino cómo sus hermanos Inceptors iluminaban al Caballero con fogonazos de luz incandescente mientras se movían a su alrededor, pero aquel monstruo actuaba con la fría determinación de una máquina, resistiendo los daños que se le infligían sin perder un ápice de concentración. Sus cañones y su ametralladora lanzaban brillantes ráfagas a su alrededor mientras su cañón principal volvía a apuntar hacia abajo, directamente hacia su columna.

– ¡Maniobra evasiva! -ordenó el sargento dejándose caer en el compartimento de carga del Rhino.

Ni siquiera los marines del Caos podían luchar en dos frentes a la vez, pero un Caballero sí. Mientras la Legión Hidra combatía a espada y cuchillo con sus contrapartidas leales, el Renegado empezó a bombardear a los Señores Halcón que se aproximaban por tierra al mismo tiempo que su torreta superior giraba en su afuste, siguiendo las estelas de los molestos insectos que abrasaban su piel blindada. Los Inceptors se mantenían fuera del alcance de su espada-sierra segadora, por lo que ni siquiera intentó utilizarla. Un verdadero guerrero era tan consciente de su fortaleza como de sus limitaciones, y sabía elegir la mejor arma en virtud de la situación.

Enterrador– ¡Aquí Cóndor IV, esa cosa no se detiene, teniente! -oyó Sergon por su intercomunicador-. ¡He perdido a la mitad de mi escuadra!.

Al alzar la mirada, Segron vio a uno de los Inceptors explotar en el aire cuando los cañones automáticos del Renegado le alcanzaron.

– Cóndor IV, retirada -ordenó Sergon al tiempo que su puño de combate bloqueaba el hacha de un paladín del Caos-. Reagrupáos en mi posición.

A pesar de su llamada, Sergon sabía que los Primaris nunca se habrían retirado por voluntad propia. Empujó a su oponente y le disparó en una pierna con su pistola de plasma antes de segarle la cabeza de un revés; no había deshonra en los golpes bajos asestados a traidores.

– Segron, aquí Megax -oyó-. Los heréticos están subiendo por la torre, os arrollarán de un momento a otro.

Al mirar hacia el este, el teniente vio acercarse al escuadrón de transportes Rhino. Habían agotado sus cargas de humo debido al alcance desmesurado del Renegado y ya no había fuerza que les pudiera proteger mientras que los intentos de sus escuadras de choque por cubrirles habían sido infructuosos. Abajo, vio la sección inferior de la galería bullendo de antiguos civiles y guardias imperiales convertidos en adoradores del Caos.

– Cóndor IV, los heréticos ascienden la torre, detenedlos -dijo, alternando los canales de comunicación con rápidos pensamientos-. Megax, no podemos contener al Renegado, os va a aniquilar.

– Bah, sólo es un Caballero -respondió Megax con desdén-. Acabad de una vez con esos artilleros y podremos…

La comunicación se cortó al mismo tiempo que uno de los Rhinos explotaba. El blindaje frontal salió despedido como si prosiguiera su avance a pesar de que el resto del vehículo era ahora una bola de fuego.

– ¿Megax? ¡Responde Megax!.

Lo único que respondió al teniente fue otro de los transportes de su capítulo estallando en llamas. El Renegado había centrado ahora toda su atención en la fuerza blindada. Sergon había esperado que descendería por la espiral para perseguir a Cóndor IV, pero aquel enemigo no era ningún necio y sabía que si la base de la torre caía era cuestión de tiempo que la cúspide lo hiciera también. Incluso mientras él y sus hermanos ejecutaban a los artilleros de la Legión Hidra, el gigante se bastaba solo para rechazar un ataque que se veía venir a kilómetros.

EnterradorAlgo cambió en ese momento, pudo sentirlo como un empujón, una onda de choque que provenía desde abajo hizo ondear su tabardo ceremonial y levantó nubes de polvo de toda la torre. Algo acababa de empujar una masa considerable de aire y, un instante después, un sonido ensordeció incluso su oído a través de los filtros de su casco. Fue un pulso sordo, vagamente vibrante, como el tañido de una campana fúnebre. En seguida los gritos de terror siguieron y supo que no podían provenir de sus hermanos. Al asomarse por el precipicio de la torre, había algo interponiéndose entre el avance de los Rhinos y las primeras líneas enemigas. Era colosal, más aún que el Renegado que se les oponía en la cúspide y que había cesado el fuego quizá igualmente atónito. Su estructura era de un dorado apagado y ancestral y sus gigantescos hombros estaban coronados por torretas. Era un Caballero, y se alzaba en un cráter ennegrecido que parecía producto de un teleportador de tremenda potencia, ¿cómo si no podía haber aparecido allí?.

Las barricadas aegis, con sus símbolos imperiales profanados y borrados, parecían temblar tanto como sus ocupantes cuando aquella mole empezó a caminar a lentas zancadas entre las lápidas. Los marines Hidra dieron orden de disparar y las armas sustraídas a la Guardia Imperial cobraron vida, pero incluso el fuego de cañones automáticos rebotaba en aquel blindaje sin hacer mella mientras, a su espalda, los Rhinos de los marines espaciales estaban ya encima de ellos. Tras un amenazador zumbido energético, el Caballero irradió una cúpula de energía a su alrededor mientras mantenía la posición y uno de sus brazos apuntaba su cañón múltiple a las posiciones del Caos.

Ágiles de mente, los Señores Halcón se apresuraron a tomar posiciones alrededor del Caballero, dentro de su cúpula protectora, antes de que el Renegado de la cúspide volviera a disparar. Cuando lo hizo, vieron con satisfacción cómo el vibrante escudo detenía buena parte de sus proyectiles, que explotaban inocuos por encima de la cabeza de su inesperado aliado. Las escuadras tácticas desembarcaron en posiciones de ataque a izquierda y derecha del gigante a tiempo de ver cómo sólo una de sus armas desataba un verdadero infierno sobre sus enemigos. Sus cañones vomitaron una rugiente andanada de fuego como mil lanzallamas no serían capaces de igualar, una gigantesca espada ardiente que partió en dos las defensas renegadas en un único golpe. Los soldados eran reducidos a cenizas antes siquiera de caer al suelo y los únicos gritos de terror audibles eran los de aquellos que no habían sido alcanzados. Al mismo tiempo, las torretas de sus hombros apuntaron alto para unirse a los Inceptors en su bombardeo contra los heréticos que intentaban ascender la torre, sembrando su cara este de explosiones que segaban cuerpos humanos como una guadaña la hierba. La masa de metal de un diablo despedazador se lanzó a la carga despreciando la diferencia de tamaño, pero el Caballero sólo reaccionó apuntándole con su otro brazo y la reluciente superficie de lo que parecía un misil de adamantio puro. El proyectil salió despedido del arma arrastrando tras de sí una larga cadena y perforó el blindaje del ingenio demoníaco como el papel, frenando su carga en seco y anclándose a él. Entonces, la cadena se iluminó en toda su longitud surcada por lo que sólo podía definirse como un relámpago, una línea de luz de pura energía eléctrica que se retorcía en torno a los eslabones y restallaba en el interior del monstruo a través del arpón. La criatura se desplomó con arcos de electrones saltando de un punto a otro de su piel de metal. Cuando el Caballero recogió la cadena y el arpón volvió a ensamblarse a su arma, profirió una siniestra carcajada.

El Renegado gruñó al ver el fuego de su cañón de batalla detenido por el bastión iónico de aquel Caballero. No reconoció sus colores ni el emblema del libro abierto de su caparazón, por lo que supuso que se trataba de un advenedizo Desarraigado. Su intervención no sólo acababa de desbaratar sus líneas de defensa magníficamente planteadas, sino que estaba agravando la amenaza de los marines de asalto que permanecían como una espina clavada en el ojo de sus artilleros. Vio lo que quedaba de la escuadra de Inceptors acribillar impunemente a las tropas que intentaban alcanzar a los asaltantes en el nivel inferior, y el Caballero acababa de unirse a ellos desde abajo con sus cañones rompeasedios, haciendo caer una cascada de cuerpos chamuscados y despedazados por todo el flanco de la torre. Cuando los marines de los Señores Halcón iniciaron su asalto, el Desarraigado les cubrió abriendo fuego contra él con todas las armas de su caparazón. Los cañones eran escasa amenaza contra su blindaje, pero un misil atravesó su escudo de iones como si fuera una cascada de agua, perforando profundamente su peto antes de detonar.

El EnterradorConsciente de su derrota, el último Pelagias se retiró renqueando hacia el centro de la meseta, encarado hacia el único acceso posible: el final de la rampa espiral. Desoyendo las súplicas de ayuda que ascendían mezcladas con los disparos, dedicó el tiempo a derivar la energía de su reactor para compensar los sistemas dañados. No necesitaba ver lo que estaba sucediendo; podía hacerse una perfecta imagen mental de cómo ese Caballero abría un camino de fuego entre sus tropas, abrasando a los legionarios Hidra dentro de sus servoarmaduras y desintegrando a los demás en nubes incandescentes. Podía verlo avanzando, pisoteando siluetas chamuscadas mientras empezaba a ascender la Espiral de las Almas con toda una compañía de marines espaciales pisándole los talones para ejecutar a las tropas que ya se dispersaban aterrorizadas. Mientras tanto, los aniquiladores Hidra habrían sido derrotados bajo las espadas sierra de los marines de asalto, y si no era así el Caballero arrollaría a todo el que se interpusiera en su ascenso.

Como respondiendo a su predicción, la silueta del Desarraigado empezó a aparecer por el borde de la meseta y se plantó ante él. Su tamaño era mayor, pero le había visto moverse con lentitud durante el combate y, a diferencia de él, no estaba equipado para el cuerpo a cuerpo. En el estrecho confín de la cúspide, su espada-sierra segadora emitió un gruñido casi bestial al activarse.

– ¿Quién eres? -preguntó el Renegado, ofendido-. ¿Quién eres tú para interponerte en esta batalla? ¡Ésta es mi ciudad! ¡Mi mundo! ¡No tienes derecho a…

Sin mediar palabra, el Desarraigado le interrumpió disparando su arpón atronador, pero el Renegado ya lo había previsto. La sólida cabeza perforante rebotó contra el escudo de iones dispuesto en ángulo descendente, con lo que se hundió en el suelo de la torre a escasa distancia de su pie. La siguiente acción del Renegado fue pasar al ataque; su escudo resplandeció sobrecargado al atravesar el muro de llamas y la batería de armas de fusión que el Desarraigado vomitó sobre él, pero a pesar de que su superficie acabó al rojo vivo y fundida en varios puntos, logró darle alcance y la colisión pudo oírse incluso por encima del ruido del combate que proseguía allá abajo.

El imperial era más pesado y potente que él, no podría empujarle al vacío, pero tampoco lo pretendía. Tan sólo necesitaba que así lo creyera para asestarle un poderoso tajo en el costado. La estructura dorada derramó una cascada de chispas antes de revelar un profundo desgarro en su blindaje. Sin dejar que que su rival se recuperara, volvió a blandir la espada para hundírsela en la cabeza, pero éste giró para evitarlo y destruyó el arma de fusión de su clavícula en su lugar.

– Has cometido un error enfrentándote a mí -le dijo. El Caballero no respondía, pero el canal de comunicación estaba abierto así que estaba seguro de que le oía.

Otro tajo pasó rechinando por la hombrera del Desarraigado dejando un profundo surco, pero no lo bastante para inutilizarle el brazo. A pesar de sus daños, el Pelagias Renegado era muy superior en combate cerrado y las embestidas de su oponente sólo retrasaban lo inevitable.

– Mientras me hubieras mantenido en esta torre estaría atrapado -seguía diciéndole, restregándole su genio y habilidad-. Ahora te haré pedazos y acabaré con todos y cada uno de esos marines espaciales. Tú eras lo único que les mantenía a salvo de mí ¡Y te has puesto al alcance de mi espada!.

Acumulando energía para su golpe fatal, el Renegado hizo girar los dientes de su espada segadora hasta que fueron apenas un borrón de destellos plateados. Se la hundiría en el vientre y desgarraría hacia un lado para partirle en dos, pero antes de poder hacerlo su rival le empujó en un cabezazo apoyado por su tremenda masa, suficiente para hacerle trastabillar un par de pasos hacia atrás. Apenas otro retraso insignificante, se dijo mientras recuperaba el equilibrio y se disponía para un nuevo ataque, cuando registró una brecha en su armadura, un impacto directo junto al cuello que había perforado hasta la cabina de mando. De hecho, al quitarse el yelmo, pudo ver la cabeza de adamantio del arpón atronador incrustada junto a él.

EnterradorEl Desarraigado no esperó a oír las amenazas, los insultos o las súplicas del Renegado. La descarga electrotáumica restalló como un látigo de luz a lo largo de la cadena del arón, sobrecargando su reactor hasta el fallo total y electrocutando al último Pelagias en su trono mechanicum. Envuelta en descargas de energía que rebosaban de su estructura como espirales centelleantes, la armadura quedó inmóvil, con sus visores oculares fundidos, su reactor inerte y humeando. Estaba muerto, pero seguía en pie y ello no satisfizo al Caballero Desarraigado. Cubriendo los metros que les separaban en dos furiosas zancadas, movió el brazo alrededor del cuello de su inanimado oponente para enroscarle la cadena alrededor del cuello y lo arrojó al vacío de una embestida.

El sonido que hizo acallar la batalla que sucedía en torno a la Espiral de las Almas Ascendentes no era algo que nadie esperara oír en combate. Era un sonido siniestro, el sonido de alguien, algo, que se regocija en dar muerte. Al seguirlo con la mirada hacia su origen, en lo alto de la torre, imperiales y traidores quedaron asombrados por igual al ver el gigantesco cadáver de un Caballero, colgado del cuello por un gigante de equivalente envergadura que reía cruelmente.

– ¡Sagrada Terra! ¡Lo ha ahorcado como un verdugo!

Las palabras del teniente Segron de los Señores Halcón fueron seguidas por una desbandada de las fuerzas del Caos. La visión del Caballero Renegado ahorcado tuvo un profundo impacto incluso en los curtidos legionarios Hidra, que poco después huirían de Daivir V abandonando a sus cultistas a su suerte. Los acontecimientos se precipitarían a partir de ese momento aunque el silencioso Desarraigado no cruzaría una sola palabra con nadie durante toda la campaña; se limitaba a dirigirse hacia los campos de batalla e irrumpir como una fuerza primaria de la naturaleza, un dios del fuego y el rayo ante el cual sólo había dos opciones: unirse a él o morir bajo él. Los tecnomarines y tecnosacerdotes imperiales no supieron identificar el metal en que estaba forjado, aunque los lexicomecánicos hicieron notar que guardaba similitudes con un raro material llamado oricalco, que se suponía tan resistente como el adamantio y al que se atribuían otras cualidades legendarias. Según antiguos registros este metal procedía del mundo caballero de Nurabsal, cuya localización era un misterio pues no constaba en ningún archivo, como si la Gran Cruzada nunca lo hubiera redescubierto.

Dada la total ausencia de comunicación, las tropas imperiales no tardaron en otorgarle nombres como el Ahorcador o Verdugo de Renegados, pero la noticia de la victoria en el Cementerio de las Almas Ascendentes pronto trascendió más allá de Daivir V. A partir de ese momento, todo el que se cruzara en su camino se referiría a él como aquel que camina entre tumbas: el Enterrador.

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